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Matar la tierra, de Alberto Rodríguez (h) - 3° parte


Link [2022-04-17 07:12:48]



“El sol mordía despiadado. Todo yacía postrado, inmóvil. Ni una brisa. La tierra recalentada desprendía un vaho áspero, denso. Y con el aroma de los yuyos y las flores, saturaba el ambiente de un olor indefinido. Olor de siesta”. Alberto Rodríguez (h). Matar la tierra (1995, p. 13)

Comenzamos esta serie de notas sobre la obra novelística de Alberto Rodríguez (h) (1924-2013) refiriéndonos al impacto terrible que novelas como Matar la tierra (1952) producen en el lector. Heredera del regionalismo de las primeras décadas del siglo XX, la suya dista mucho de ser una visión idealizada o arcádica: la geografía que aparece en su obra, concretamente en la novela aludida, es la tierra baldía que oprime, que agobia sin pausa con su sol ardiente y su ríspida sequedad, y también con su trasmundo de creencias ancestrales.

Porque es realmente una tierra maldita, pero presentada a través de imágenes de sugerente belleza, captada por medio de todos los sentidos corporales, como vimos en la cita que oficia como epígrafe, y también en la que sigue: “Ni un ruido en la casa. Solo de a ratos, los arabescos sonoros de una pititorra que buscaba arañas en las enredaderas del corredor […]” (1995, p. 13). Es cierto que el estilo no constituyó el interés dominante para Alberto Rodríguez a la hora de escribir, como manifestó reiteradamente: “[…] a mí lo que me preocupaba eran los temas. No tanto el estilo […] Lo que sí tuve fue muy buenos maestros periodistas” (Entrevista con Ariel Búmbalo, Los Andes, 17 de marzo, 2007).

Acerca precisamente de la influencia del periodismo en su producción escrita, declara que este “te liga a la realidad”, e inmediatamente califica su obra como “realista”. En todo caso, si vamos a aceptar esta afirmación del creador, lo primero que debemos señalar es que el suyo dista mucho de ser un realismo decimonónico, reproducción fiel de la realidad. No en vano Rodríguez era un lector ávido y en la literatura universal habían ocurrido muchos cambios, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX.

Por ejemplo, el denominado “objetivismo”, ligado a Francia y tan llevado y traído acerca de Di Benedetto, que siempre se rio de la supuesta influencia del francés Robbe-Grillet, “maestro” de eta tendencia, en su obra. Pero sin establecer vínculos “necesarios”, lo cierto es que el nuevo modo de narrar que adviene en el marco de la promoción argentina que denominamos “del 55″, y a la que pertenece Alberto Rodríguez, junto con el mencionado Di Benededetto, abreva en numerosas fuentes, no solo literarias, sino que también es deudora del cine, con su modo particular de situarse ante la realidad.

Precisamente, el ojo de la cámara sugiere una visión centrada en los objetos, como creemos ver en algunos pasajes de Matar la tierra, aun cuando este recurso no alcance la extensión que tiene, por ejemplo en el relato de Di Beneedetto, “El abandono y la pasividad”, en el que el drama de un marido abandonado, se narra solo a partir de los objetos que pueblan la habitación antes compartida. Así, en la novela de Rodríguez leemos: “Bostezaban indolentes las chancletas largando bocanadas de polvo. Un perro que salió del jardín se echó a andar […] Trotaban su orejas gachas. Y su larga lengua iba devanando el hilo espeso y blanco de su fatiga” (1995, p. 13).

Esta visión cubista, que descompone la imagen al exponer fragmentos sin un orden ni jerarquía, parece dejar relegada la figura humana ante los otros datos del entorno. Y así, fondo y forma se imbrican perfectamente porque la tesis que Rodríguez aspira a desarrollar en estas páginas es justamente esa: la subordinación del hombre a un medio dominante y hostil.

Se expresa así una cosmovisión pesimista, y en ello creemos ver otra marca epocal, como es el peso del pensamiento existencialista que primaba en el contexto, aunque debemos hacer la salvedad de que se combina también con un fatalismo telúrico que pesa sobre sobre estos hombres vencidos que deambulan por las páginas de la novela. Por obra y gracia de la tierra.

De allí las imágenes expresionistas que recargan las tintas, con que describe a sus criaturas, en las que la pobreza y la decadencia adquieren un carácter casi grotesco por la acentuación de rasgos deformantes: “En ese momento irrumpió del rancho un muchachito horriblemente sucio. Las crenchas en la cara y los mocos de chorro. Desnudo casi. Con todo al aire […] manteniendo el raquitismo que le deformaba los huesos con tunas, algarroba y alguna inmundicia que le robaba a los perros” (1995, pp. 42-45).

Esto es lo que singulariza su obra y, en cierto modo, la desarraiga y universaliza. Justamente, en una entrevista mantenida con alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, fechada el 30/09/88, el autor deplora el “provincianismo” que define como la creencia en “que el eje del mundo pasa por el lugar donde se ha nacido” y enuncia a continuación, como ley del conocimiento, “salir para poder entrar, salir para lograr una perspectiva”. Y esto se cumple en él, en este hombre que recorrió gran parte de Latinoamérica y que se nutrió en la lectura de lo mejor de la literatura universal.

Pero nunca perdió de vista su tierra, ni el habla lugareña; de allí su valoración del arcaísmo regional: “esa palabra [que] se decía antiguamente, porque se usaba mucho antes”. Y agrega una explicación biográfica, en cierto modo coincidente con la que brinda Draghi Lucero a propósito de su adquisición de estas reliquias del habla rural: “Yo andaba con mi viejo [el folklorólogo Alberto Rodríguez] en las andanzas y hablaban un idioma muy bonito que después fue tragado por la radio y los periódicos de Buenos Aires que han liquidado el idioma de aquí” (Entrevista con alumnos).

Superada la conmoción inicial que nos provoca la crudeza de su relato, la novela nos atrapa y nos mueve a la reflexión. O mejor dicho, nos con-mueve, nos hace compartir los sentimientos del autor, con lo que se cumple plenamente el cometido de esta escritura.



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