Días atrás el ex presidente Mauricio Macri irritó a sus socios radicales de Juntos por el Cambio al referir -en una conferencia celebrada en Brasil- que el populismo “se originó en Latinoamérica y tal vez en Argentina es donde arrancó, primero con Yrigoyen y después con Perón y Evita”.
No es la primera vez que desde el espectro de esa coalición lanzan sus dardos contra el populismo, identificándolo como el causante de los males que vive el país y ubicándolo como la contracara de las ideas-fuerza de república y democracia que sostienen como sus principales banderas. La novedad radica en que un dirigente de primera línea haya osado aplicar tal calificativo despectivo a una de las figuras icónicas del panteón de arquetipos políticos de sus socios los radicales.
Es sabido que el populismo es una palabra ampliamente utilizada por la prensa y el lenguaje político corriente, aunque en el marco de las Ciencias Sociales no existe un consenso acabado sobre su significado, lo que ha convertido a este término en una de las categorías más debatidas por los académicos. Las primeras delimitaciones conceptuales a nivel internacional se dieron en la obra de Ghita Ionescu y Ernest Gellner (1967) y desde entonces numerosos autores procuraron delimitar un conjunto de rasgos constitutivos a la hora de caracterizar un fenómeno político –contemporáneo o pretérito- como populista, entre ellos un liderazgo carismático, la interpelación de tal liderazgo a las masas, una ideología anti statu quo, un discurso maniqueo y una fuerte oposición contra las élites tradicionales. En nuestro país el debate acompañó los primeros pasos de la sociología como disciplina académica, a partir de los trabajos señeros de intelectuales como Gino Germani y Torcuato di Tella.
En los estudios históricos el panorama no es diferente, aunque hay consenso en recurrir a esta palabra a la hora de analizar fenómenos políticos de dos épocas disímiles: por un lado, dos experiencias de fines del siglo XIX (los narodniki rusos y el People’s Party en Estados Unidos); por otro, en el espacio latinoamericano, los denominados “populismos clásicos” de mediados del siglo XX: el peronismo argentino, el varguismo brasileño y el cardenismo mexicano.
Si bien la experiencia de gobierno de Hipólito Yrigoyen no figura en esa lista, existen estudios que lo identifican como un fenómeno de ese tipo. La primer referencia corresponde al norteamericano Paul W. Drake (Profesor Emérito de Ciencia Política de la Universidad de California), quien propuso hace varios lustros una clasificación temporal de los populismos latinoamericanos en tempranos, clásicos y tardíos, y coloca a Hipólito Yrigoyen dentro de los primeros, haciendo alusión a los movimientos que tuvieron lugar en un marco de ampliación democrática liberal en el que irrumpieron en la vida política las clases medias, de la mano de líderes que por su estilo político y su discurso fueron precursores de los fenómenos típicos posteriores. Quien lea la obra escrita de Yrigoyen (por ejemplo, la compilación “Pueblo y Gobierno”, de 12 tomos) hallará -detrás del lenguaje críptico que lo caracterizaba- su concepción de la acción política como un apostolado, orientado a una misión salvífica o redentora que tiene un sentido trascendente.
Por su parte, en los últimos años un núcleo de académicos argentinos integrado por Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Giménez y Julián Melo han realizado una recepción crítica de algunos postulados analíticos de Ernesto Laclau, considerando al populismo como una forma singular de articulación de una identidad política. Bajo tal prisma teórico, se ha identificado al yrigoyenismo como el primer caso de populismo en la historia argentina contemporánea, advirtiendo que el trasfondo de su configuración como identidad política fue la contraposición irreconciliable ente la «Causa» y el «Régimen», lo que sirvió de base a la autoidentificación de la UCR con la Nación en su totalidad y dio pie a una vocación de ruptura con el orden oligárquico preexistente por medio de las ideas-fuerza de “reparación” institucional y “regeneración” política. Esta posición excluyente de la UCR la llevó a concebir una equivalencia entre la comunidad política y el conglomerado político radical, atribuyéndose en forma exclusiva su representación, con la correlativa expulsión del resto del espectro político-ideológico de la comunidad política “legítima”.
Por otro lado, dentro de la “familia radical” otros movimientos de impacto regional han sido analizados desde la óptica de este concepto. Para el caso de Mendoza, autores como Celso Rodríguez, Pablo Lacoste y Rodolfo Richard-Jorba han caracterizado a los gobiernos de José Néstor Lencinas (1918-1920) y su hijo Carlos Washington (1922-1924) como un expresiones de populismo, entendiendo que adoptaron determinados rasgos en su estilo de liderazgo, el discurso, las prácticas políticas y el desempeño institucional que permiten tal calificativo. Algo similar ocurre en el caso del cantonismo sanjuanino, analizado bajo ese prisma por la historiadora Susana Ramella y el propio Celso Rodríguez.
Recurriendo a la propuesta analítica de Aboy Carlés y sus colegas, es factible identificar en los tres fenómenos mencionados una vocación hegemónica que marcó a fuego la historia política posterior del país y de las respectivas provincias. Tanto la frontera abrupta con el orden político preexistente como el ímpetu de redención que trasuntaba su ideario dieron pie a una acción política sustentada en un afán de refundación de la vida política, que desconoció la legitimidad de la oposición y dio pie a un estilo de gobierno confrontativo, basado en la percepción de los adversarios políticos como “enemigos” y en el desconocimiento de su legítimo rol de aspirantes a representar la voluntad popular. Conforme a esta lectura, tal percepción de sus contrincantes llevó a estos gobernantes a convertir la arena electoral en un espacio de ratificación plebiscitaria de sus acciones y a operar en la escena pública e institucional en forma disruptiva, limitando la pluralidad y la convivencia institucional para con la oposición político-partidaria.
Como puede verse, la mención de Macri no resulta del todo descabellada ni es otro de los furcios históricos a los que nos tuvo acostumbrados el ex mandatario en su gestión. Y no es un planteo huérfano de referentes académicos o postulados teóricos en los cuales respaldarse. Sin embargo, debemos advertir que en forma paralela al yrigoyenismo existió la corriente antipersonalista –que renegaba de varios de los componentes atribuidos al populismo- e igualmente que en la trayectoria posterior de la UCR como partido nacional –a partir de la reorganización encabezada por Marcelo T. de Alvear en los ´30- se fijaron otros rumbos, en los que resultaron angulares las nociones de república, democracia y libertad, tal como señalan los estudios de Leandro Losada sobre las ideas políticas de Alvear. Esta nueva fisonomía llevó a que el partido se opusiera al fenómeno populista que gestaría el peronismo en los críticos años ´40, defendiendo las instituciones y el pluralismo político.
La historia tiene que ser leída con sus matices y no debería ser motivo para desatar hoy una controversia con posiciones irreconciliables en una coalición política que se precie de plural. Más que espantarse o sentirse ofendidos por la alusión, los radicales deberían reconocer que ese “gen” populista es parte de su larga historia y comprender que fue un componente necesario del carácter popular de gobiernos –nacional y de algunas provincias- que entre 1916 y 1930 tuvieron el desafío de interpelar al electorado y dotar de nuevos sentidos a las disputas políticas de la época para hacer efectiva en los hechos la democracia ampliada abierta por la reforma electoral de Roque Sáenz Peña en 1912.
*El autor es historiador.
2024-11-10 10:08:14