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Enviado especial a Ucrania: en primera persona, el precio de sangre joven que reclaman las guerras


Link [2022-03-17 17:53:49]



Según el sitio web de turismo Trip Advisor, visitar el cementerio Lychakiv es una de las ‘mejores’ actividades para realizar en la ciudad ucraniana de Lviv, emplazada en el oeste del país, en la frontera con Polonia, a 30 kilómetros de la base que Rusia atacó el domingo y que dejó 35 muertos en Ucrania.

No estoy acostumbrado a las gélidas temperaturas del invierno boreal que se registran en el este de Europa. Pero por primera vez desde mi llegada al territorio, el termómetro marcó cinco grados centígrados. Por unas horas, durante la tarde, aproveché el tibio sol que se asomó tímido detrás de las nubes, y no precisé de guantes ni bufanda para estar al aire libre.

Soldados ucranianos muertos en combate contra Rusia. (Foto / Federico Piccioni Aimar)

El viaje hasta el camposanto me tomó unos cuarenta minutos a bordo de un destartalado ómnibus amarillo. Nada más al llegar, me impresionaron las 42 hectáreas de extensión dedicadas a las inhumaciones y la ornamentada entrada dispuesta para los visitantes.

El lugar está declarado oficialmente como “monumento histórico, arqueológico y artístico de importancia nacional”. Las primeras épocas que el sitio se utilizó para enterramientos datan del siglo XVI, durante los tiempos en que una peste azotó el país. Sin embargo, no fue hasta 1786 que el cementerio se inauguró de manera oficial. Se calcula que en total hay unas 300 mil fosas, dos mil bóvedas funerarias y unas 500 esculturas con estilos que van desde el neoclasicismo al art noveau, pasando por la arquitectura ecléctica y el secesionismo.

Ucrania tiene dos graves problemas: por un lado, está demasiado cerca de Rusia; por el otro, el país se asienta sobre una llanura en su totalidad, lo que en tiempos de guerra resulta muy difícil de defender. Y aunque el peso de la historia se cierne sobre el frío suelo leopolitano, lo que llevó mis pasos hacia ese lugar fue el reciente sepelio de tres soldados locales que murieron luchando en el este contra las tropas de Vladimir Putin.

El sol de la tarde le otorga un aire melancólico a este triste lugar. Camino entre las miles de tumbas tomando fotos a todo lo que me llama la atención, por lo que pronto mi teléfono móvil se llena de lápidas, estatuas y sepulcros. Originalmente, el lugar sirvió de reposo final de intelectuales y miembros de la clase media y alta de la ciudad. Puedo percibirlo por la esmeradas esculturas que adornan las sepulturas: calculo que algunas de ellas deben costar miles de dólares.

Me toma una hora hallar el sector militar, ubicado en el límite sur del camposanto. Así lo señala un cartel escrito en ucraniano y en inglés, lo que revela el interés turístico del sitio. “El lugar de entierro de los héroes que murieron en la guerra ruso-ucraniana desde 2014″, reza un cartel en el emplazamiento.

El cementerio da cuenta de los miles de litros de sangre joven que reclama cada guerra. Las fotografías de los jóvenes soldados que yacen en este lugar se cuentan de a miles. Leo las fechas de nacimiento de los muertos: 1993, 1996, 2002. Todos son menores que yo. Todos murieron en el campo de batalla.

“Si no soy yo, ¿quién? Si no es ahora, ¿cuándo?”, puede leerse en la lápida de un muchacho que sonríe en su fotografía. Otro posa mostrando un rifle de asalto. Son héroes para el pueblo, víctimas en el seno familiar.

Soldados ucranianos muertos en combate contra Rusia. (Foto / Federico Piccioni Aimar)

Finalmente, hallo las tumbas de los jóvenes enterrados este viernes. Son Dmytro Kotenko, de 20 años; Kyrylo Moroz, de 25; y Vassyl Vychyvany, de 28. Vassyl estaba colocando minas alrededor de un puente cuando los rusos lo atacaron con misiles Grad. Durante el velorio, su padre le dice a un periodista de AFP que dentro del ataúd “no hay un cuerpo, sino fragmentos”.

Las tumbas poseen un amplio montón de flores amarillas, el símbolo de Ucrania. Alrededor de los sepulcros hay faroles. Incluso algunas velas colocadas dentro de ellos permanecen encendidas y sus llamas siguen flameando, más vivas que el ser humano que yace bajo tierra.

Pocas causas son tan nobles como el hecho de perecer luchando por la libertad. La pregunta es ¿vale la pena morir por una bandera? En este lugar están enterrados los muertos de la rebelión de 1830-1831; del levantamiento de 1863; de la guerra polaco-ucraniana (1918-1919) y la guerra polaco-soviética (1919-1921); de la Primera (1914-1918) y la Segunda Guerra Mundial (1939 - 1945). También están las víctimas del NKVD (1941); las miles de víctimas que dejó a su paso la URSS hasta la década de 1990 y los caídos en combate durante el siglo XXI. En total, los muertos se cuentan por millones.

Vuelvo a mirar las tumbas de los tres soldados muertos y alzo mi vista hacia delante. Hay lugar para muchos más. Pocas horas después, un ataque ruso a pocos kilómetors de allí dejó otras 35 víctimas, por lo que más tarde intuyo que pronto esos lugares vacíos comenzarán a llenarse. Eso si, como dice el padre de Vassyl, los fragmentos de los cadáveres puedan unirse como un macabro rompecabezas. Triste destino el de un país que está acostumbrado al dolor, la muerte y el sufrimiento.

Antes de partir para Ucrania, hablé con un joven sirio que trabaja en una despensa cerca de mi casa. Él emigró a Córdoba por la guerra: le pido que me cuente de qué se trata. Me mira a los ojos, se calla y piensa. Finalmente, responde: “no vale la pena”. Vuelve a callarse. Y repite: “Podés perder tu vida. No vale la pena”.

Sigo caminando por la zona militar del cementerio y llego a la zona de los polacos muertos a principios del siglo XX. No son cientos, son miles. Me toma varios minutos recorrer una pequeña parte. Las tumbas son idénticas y ya no quedan familiares que les envíen flores. Tengo que apurarme: el cementerio cierra a las 18 y no me atrae la idea de quedarme encerrado en este lugar.

Cae el sol en la tarde de Lviv y el frío comienza a golpear en mis manos desnudas. Lentamente, paso por el frente de algunas tumbas famosas. Finalmente, me retiro del lugar, pensando en los horrores de la guerra, la sangre y la muerte.

“No vale la pena”, me digo a mí mismo, antes de volver a subir en un destartalado ómnibus amarillo. “No vale la pena”.

*Este texto fue publicado originalmente por La Voz. Se reproduce aquí con la autorización correspondiente.



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