Muristek
La evidencia no deja lugar a dudas. Un camino rural, un retén de ciudadanos que portan uniformes tácticos. Armas largas, equipos de comunicación, un territorio sin ley. “No pasa nada, no pasó nada”, afirmó el Presidente. “No hay ningún problema, no hubo ningún problema, afortunadamente”, continuó.
“Entonces, ¿los grupos delictivos no tienen control del territorio, del país?”, le preguntaron. “No, no, eso lo piensan los conservadores”.
“Yo no soy Felipe Calderón, para que quede claro”, prosiguió, como si con eso se justificara la desidia criminal de su administración para enfrentar un problema que nos afecta a todos, y que ha cobrado la vida de cientos de miles de mexicanos. El Presidente le debe su popularidad a la polarización que ha logrado crear entre la ciudadanía, atribuyéndole a uno solo de sus predecesores la responsabilidad de todas y cada una de sus fallas como mandatario. “Conservadores”, nombraba, en un principio, a quienes pretendía identificar quien lo derrotó en 2012; “conservadores”, se refiere ahora, con desdén, a quienes cuestionan la ausencia de su gobierno.
La sociedad comienza a resentirlo, sin embargo. La etiqueta de “conservadores” puede funcionar cuando se trata de marcar una diferencia política con quienes considera como sus enemigos, pero está condenada al fracaso cuando se refiere a la ciudadanía que le concedió su voto hace casi cuatro años y que ahora comienza a exigirle cuentas. El “bono democrático” que disfrutó durante el inicio del sexenio se está agotando y, en las circunstancias actuales, sería muy complicado que quienes en un principio aplaudieron sus peores equivocaciones vuelvan a secundar a quien sólo ofrece promesas y pretextos: a cuatro años vista —y siendo muy generosos— ninguna de las políticas públicas adoptadas por este gobierno ha tenido resultado positivo alguno.
¿Por qué seguir fingiendo, cuando la ciudadanía es quien lo sufre en carne propia? ¿Por qué pretender que todo va bien, cuando las pruebas en contra no son sino abrumadoras? El manejo de la pandemia fue un desastre, los niños con cáncer murieron esperando sus quimioterapias. La refinería no tiene sentido, el aeropuerto sólo acarreó más problemas, la austeridad republicana está matando a las instituciones.
La situación de las mujeres es más peligrosa que nunca, los abrazos no sustituyeron a los balazos, el “huachicoleo” no terminó por mero decreto del Presidente. La economía se derrumbó, los pequeños empresarios no recibieron apoyos, la clase media es despreciada y castigada intencionalmente.
La miseria ha descendido sobre la población, mientras que los dislates autoritarios del Presidente —y la corrupción en su círculo más cercano— son cada vez más palpables. Los agravios se acumulan, y la ciudadanía que hoy exige lo que le fue prometido sólo recibe las etiquetas despectivas que antes estaban reservadas a los enemigos: en verdad, ¿están dispuestos a pelearse con todos aquellos a quienes les han fallado? ¿Sabrán —realmente— qué fue lo que los llevó a la presidencia?
El Presidente nunca tuvo madera de estadista, y su arribo al poder no correspondió a la fuerza de sus ideas —o la viabilidad de su gestión— sino al odio que supo fomentar entre los sectores menos favorecidos de la sociedad. Los mismos sectores que ahora sufren, de primera mano, las consecuencias de haber votado por quien les ha dado la espalda y que ahora, incluso, son tachados como “conservadores”.
El pueblo no es tonto, y detesta ser manipulado. El poder es temporal, y la historia termina por colocar a cada persona en el lugar que le corresponde: al pueblo no le interesa ser pobre —ni condenar a sus hijos a seguirlo siendo— por apoyar a un caudillo que no pudo cumplir con sus promesas y favoreció, en los hechos, a quienes hoy nos siguen sometiendo con violencia y miedo. En una semana, el aparato de Morena hará de las suyas en seis entidades: en 2024 los “nuevos conservadores” tendrán la palabra.
Columnista: Víctor BeltriImágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0